domingo, 7 de abril de 2013

REVOLVIENDO ARCHIVOS



              De vez en cuando hago una “limpieza de archivos” en mi ordenador. Es increíble la cantidad de cosas inútiles que suelo guardar. Es la misma historia que la del cuarto trastero. Cuanto más sitio tienes para guardar trastos, más trastos inútiles acumulas y es preciso tirar aquellas cosas que se guardaron “por si acaso” y no ha habido lugar a su utilización.

            Hoy tocaba limpieza de archivos y he estado examinando los que no recordaba. Pues bien, he encontrado un artículo que data de junio de 2.006, cuyo autor no sé quién es, ni tampoco tengo la referencia de dónde se publicó. Me ha parecido muy bueno y me voy a permitir, sin el permiso de su autor, transcribirlo y publicarlo en este  blog. Es probable que alguien que lo lea lo conozca y me pueda informar de su autor.

            Este es el texto que tenía guardado y que no voy a tirar. 

“LA BURBUJA INMOBILIARIA

Junio de 2006

               Os saludo: vengo 328 años del futuro. Me he decidido a  coger mi máquina del tiempo para contaros como van las cosas. Afortunadamente no se han cumplido las previsiones de tantos agoreros “burbujistas”, y la vivienda en España ha seguido subiendo un 17% anual durante los últimos 50 años. De este modo nos hemos convertido en el país más rico del mundo; porque, por ejemplo, un ático en la Castellana cuesta más que el estado de California y el palacio imperial de Tokio juntos. Claro, que ya nadie vive en la Castellana ni en ningún otro sitio de Madrid, porque esas casas son para invertir y no para vivir.

               Yo por ejemplo, aunque trabajo en Madrid, me he comprado un piso de 40 metros, la mar de mono, en un pueblo del Norte de Burgos, que con la autovía  queda a un paso. Para pagar la hipoteca nos hemos juntado con otras tres familias: un notario casado con una catedrática de universidad, un subinspector de hacienda casado con una abogada del estado y un magistrado del supremo (subcontratado a través de una ett), casado con una arquitecta. De este modo destinamos cinco sueldos a la hipoteca y uno para vivir. Estamos contentísimos con la compra porque, aunque al principio nos está costando un poco, luego seguro que ni se nota. Además nos hace mucha ilusión, porque desde que lo compramos, hace un año, ya ha subido un 17% y por si fuera poco la mujer del notario está de buena que lo flipas.

               Aunque profesionalmente no me va mal (soy director general adjunto de una multinacional, aunque también subcontratado a través de una ett), la verdad es que la inflación que sufrimos al ser el país mas rico del mundo, hace que nos tengamos que apretar un poco el cinturón. De todos modos es cuestión de acostumbrarse.

               Cuando tuvimos que empezar a comer chopped de lagartijas, todos nos quejamos. Y ahora se le da vuelta y vuelta en la plancha y tan rico que queda. De cualquier forma, aprovechando que han bajado la edad laboral a los 14 años, a ver si saco al churumbel del colegio y lo meto en la ett, que un sueldo más, seguro que nos ayuda para la hipoteca.

               Mi sueldo es de 2.000 tochos netos. El tocho es la moneda que sustituyó al euro cuando nos echaron de la UE a patadas por impresentables. El tocho se cotiza a un céntimo de euro. En la caja fuerte del Banco de España ya no se guardan lingotes sino ladrillos, que en este país han demostrado ser un valor mucho más seguro y rentable que el oro.

               Tras la crisis de la natalidad española la población ha quedado reducida a 5 millones de españoles y 50 millones de ecuatorianos, que trabajan de paletas. Se han seguido construyendo 800.000 viviendas anuales (la construcción supone ya el 94% del PIB) y ahora tocamos a unas 20 viviendas por habitante (casi todas vacías porque como dije son viviendas para invertir, no para vivir).

               El 90% del suelo está ya urbanizado y se plantea empezar a construir ciudades en el fondo del mar (no se puede vivir debajo del agua, así es que serían ciudades nada más que para invertir). Esto es lo que en el mundo se conoce y admira como “el milagro español” y es objeto de numerosos estudios y tesis doctorales en el campo de la psiquiatría. Cada año nos visitan miles de estudiosos de la mente humana de todo el mundo. No me extrañaría que muchos de esos científicos se quedasen, porque la verdad es que como en España no se vive en ningún sitio.

               Y eso es todo lo que os puedo contar de lo que os espera. Voy a ver si cazo unas lagartijas para cenar.”

martes, 2 de abril de 2013

EN LA HIGUERA. (5/5)




Dos casas más abajo de donde estaba la Oficina, vivía “el Chato”. Pasaba buenos ratos en la Sucursal, mientras yo trataba de convencerle que abriera una cuenta. Me había dicho que tenía el dinero en casa y que lo estaba pensando. Un día, a eso de las dos de la tarde, cuando iba a cerrar la Sucursal, aparece el buen señor y me dice que si puedo ir a su casa para abrirle la cuenta e ingresar el dinero que tenía. Tomo la documentación y me voy con él. Hacemos los trámites de apertura de cuenta y cuando llega la hora de traer el dinero, aparece con una olla de barro antigua, llena de billetes de todas las denominaciones. Había billetes que yo no había visto nunca. Gracias a que un  antiguo cajero de la Oficina Central me había prevenido de este supuesto, pude saber que solo valían los billetes emitidos después de finalizar la guerra civil. Curiosamente no había ninguno anterior. Esto se llama cultura popular práctica.

Al día siguiente, acude a la Sucursal para decirme que si podemos ir en mi coche a una de sus huertas a coger unos tomates que me quiere obsequiar. No me puedo negar. Y después de coger en su casa unas banastas, nos acercamos a su huerta. Cogemos una banasta de tomates e iniciamos el camino de vuelta. Es en ese momento, cuando me indica que me meta por un pequeño sendero que parte de la carretera. Llegamos a la valla de otra huerta (que presumo suya) y paramos al pie de una frondosa higuera. Me dice que también vamos a coger higos. Se sube al árbol y yo me quedo en tierra para recibir los higos y depositarlos en otra banasta, hasta que se llena.

Volvemos hacia el pueblo en animada conversación sobre temas hortícolas, que él domina perfectamente y de los que yo no tengo ni idea. En un momento de la conversación le indico, que yo no sabía que tenía otra huerta donde la higuera. Él me contesta diciéndome que aquella huerta no era suya; que los higos los habíamos robado. Yo no sabía dónde meterme. Entonces comprendí el significado de la expresión “estar en la higuera” y nunca mejor dicho.

Le comento que si en el pueblo se enteran que “el de la Caja”, “el forastero”, se ha ido a robar higos, mañana me echan del pueblo. “¡Vaya un ejemplo!. ¿Y si nos llega a ver el cabo de la Guardia Civil?” le pregunto. “¿Nos ha visto?”, me contesta, “pues entonces ¿por qué te preocupas?; yo no voy a decir nada a nadie ¿vale?”.

A pesar de todo, yo sentía un cosquilleo en el estómago muy molesto. Aunque de manera inconsciente, había estado robando higos con aquel cachondo mental. Estaba claro que yo no tenía madera para ser máximo ejecutivo de una Caja de Ahorros: no sabía ni robar higos. Por cierto, estaban buenísimos.

Estas breves historias, tan solo han sido una pequeña muestra de una vivencia muy intensa, de solo nueve meses, en una cultura muy diferente de la que yo conocía hasta entonces. Esta experiencia “rural” me ha servido de mucho en mi vida. Fue en ese momento, cuando mi mente se abrió a los diferentes entornos culturales que nos rodean y cuando comencé a interesarme más, por las diferentes maneras de pensar y de vivir que tenemos las personas. Estoy muy agradecido a aquellas gentes de Algete, que, como decía el cura, eran buenas personas. Gente de fiar.

lunes, 1 de abril de 2013

EL SEÑOR CURA (4/5)




Una autoridad importante en el pueblo era D. Manuel, el cura. Era a la vez el párroco del pueblo y el capellán de la finca del duque de Alburquerque. Era muy campechano y de trato fácil, aunque mantenía la distancia propia de su cargo y de su rango. A los pocos días de abrir la Sucursal, acudió a saludarme, recordándome que era amigo de un empleado de la Central de la Caja de Madrid. Me contó un montón de historias sobre el pueblo y acabó diciéndome que eran buenas gentes. Gentes de fiar.
Un buen día, se presentó en la Oficina para invitarme a desayunar a su casa al día siguiente, porque era su cumpleaños. La cita era a las 9,30 de la mañana.

Llegué puntualmente a mi cita y salió a recibirme una señora de la que ya había oído hablar, la hermana de D. Manuel, Dª Sinda. En realidad se llamaba Hermosinda y el nombre no le cuadraba bien a la señora: era bastante fea. Quizás de ahí el diminutivo. Me hizo pasar a través de un largo pasillo, hacia la amplia cocina donde me estaba esperando D. Manuel. En la mesa había un par de platos, dos vasos de los de agua, vacíos, y unos buenos trozos de pan. Tras los saludos y felicitaciones, el cura ordenó a su hermana que nos pusiera algo de comer y de beber. La hermana abrió un par de latas de mejillones en escabeche y las puso en un plato grande en el centro de la mesa. También sacó una botella de vino de Moriles recién abierta y la depositó al lado. El desayuno estaba servido. “Coma lo que le apetezca” me decía el cura, mientras él atacaba con decisión a los mejillones y untaba grandes trozos de pan en la salsa. A su vez me sirvió un cuarto de vaso de vino de Moriles y el mismo hizo otro tanto.

El cura comía y bebía como un cosaco. A las 9,30 de la mañana y con un café en el cuerpo, que me había tomado al salir de mi casa, yo no era capaz de probar un mejillón y menos de echar un trago de vino de Moriles. Yo era más de café con leche y churros o croissant; pero no le podía hacer un feo al cura. Saqué fuerzas de flaqueza y comí dos o tres mejillones y sorbí un poquito de vino. Lo pasé francamente mal.

Cuando el cura acabó el resto de los mejillones y casi la totalidad de la botella de vino, nos despedimos amigablemente y volví a trabajo. El cura estaba feliz.

Coincidíamos de vez en cuando en el Jamaica, a la hora del aperitivo. Ahora recuerdo que, a los quince días de llegar a Algete, me inventé una úlcera de estómago que me permitía no tomar rondas de tinto; tomaba tónica o Fanta. Acabé aborreciendo estas bebidas, pero al menos volvía conduciendo a mi casa con más seguridad que los primeros días.

Una mañana, al llegar al pueblo, oí tañer las campanas con otro sonido que no conocía. Mi vecina de enfrente me informó al instante que tocaban “a muerto”: había fallecido D. Manuel, el cura.

Después de abrir la Oficina y resolver dos asuntos urgentes, me dirigí a la casa del cura para expresar mis condolencias a la hermana. Llamé a la puerta y me abrió una vecina del pueblo que lloraba desconsoladamente. “¡Pobre D. Manuel! ¿Quién lo iba a decir?”, repetía una y otra vez. Le pedí que avisara a Dª Sinda. Entretanto, me acomodó en una oscura y grande habitación, a la izquierda del pasillo que conducía a la cocina. Me ofreció un asiento y esperé la llegada de la hermana del cura. Cuando mis ojos se hicieron a la oscuridad de la habitación, ví  tendido sobre una mesa grande a D. Manuel. Allí estaba, de cuerpo presente, frente a mí a unos pasos de mi silla. Y Dª Sinda no llegaba nunca. Yo no sabía qué hacer.  La situación me parecía grotesca. Al cabo de un rato apareció, rodeada de otras vecinas, la hermana del cura. “¡Pobre D. Manuel!” clamaban todas. “¿Le ha visto Vd.?” me pregunto la hermana. Ya lo creo que le había visto, le tenía demasiado visto. En un momento dado, Dª Sinda deja de llorar automáticamente y me pregunta: “¿Ha desayunado Vd?, porque en la cocina tenemos puesto un desayuno para las visitas”. Decliné lo mejor que supe la invitación, le dí mi pésame y salí pitando de aquella casa. Otra nueva experiencia cultural.

Por el pueblo corrió la voz de que D. Manuel había muerto de cirrosis.